He de reconocer que la novela Eternamente tuya, de Álvaro Bermejo me ha impactado. Voy a correr el riesgo de que los asiduos al blog me tilden de fantasioso o de 'mal lector', pero como creo que la novela tiene resortes interesantes, me parecía acertado destacarla.
Os dejo la entrevista que me concedió el autor, sin la típica entradilla sobre su biografía, aunque ya advierto que esta no es su primera novela, tiene a la espalda muchas más, con reconocimientos literarios.
Esta vez, no obstante, me salto el 'protocolo' y voy directo a la yugular de la entrevista. Esto último, obviamente, es un guiño.
Aparecen referidos Dracula,
los templarios, Peter Pan o la leyenda de Tom O´ Shanter…Además de la historia de los protagonistas
Todos ellos forman parte del
patrimonio mágico de la vieja Escocia. Tal vez Drácula sea el más sorprendente,
pero Bram Stoker se inspiró en un personaje escocés, el conde Errol de
Montcrieff, en cuyo castillo pasó una temporada, para crear al vampiro más
temido y celebrado de todos los tiempos. Un antepasado del conde Errol, a su
regreso de las Cruzadas, casó con una princesa de Valaquia emparentada con del
linaje de los Draculea, los hijos del diablo. Stoker no solo quedó fascinado
por la leyenda. El propio conde Errol, al igual que su tenebroso castillo (el
Slains Castle que se alza sobre la bahía de Cruden Bay) le sirvió el modelo
para crear a Drácula. Aquel aristócrata de maneras refinadas que jamás bebía
vino y de quien nadie conocía a ciencia cierta su edad –dos atributos
vampíricos–, le recibió con unas palabras que resumen la clave de su novela: “Entre
usted libremente, y por su propia voluntad”. Había que tener mucha para
atreverse a tanto. Aquella fortaleza siniestra, su fantasmagórica silueta
alzándose sobre el rugido del mar, los cristales de sus ventanas brillando como
diamantes de sangre. Cualquier otro hubiera dado un paso atrás. Stoker lo dio
hacia la inmortalidad. A mí me sucedió
algo semejante cuando comencé a escribir esta novela. Sabía que estaba cruzando
una puerta donde me esperaba una apuesta con el Diablo. No sé si he ganado o
perdido. La respuesta está en los lectores.
Me gustaría que nos comentase algo del proceso de documentación para
esta novela, ¿estuvo en Escocia? ¿Vivió alguna experiencia interesante que le
inspirase?
Además de leerme decenas de libros
y algún manuscrito como el que relata la historia del vampiro de la abadía de
Melrose –hablamos del siglo XII–, naturalmente, subí hasta Cruden Bay y visité
el castillo de Slains, donde todavía se conserva el libro de visitas donde
figura la firma de Stoker. Pero la experiencia más sobrecogedora me esperaba en
el cementerio del pueblo. Por aquello de experimentar en carne propia las
atmósferas de ultratumba, me propuse pasar una noche allá, sin más compañía que
mi bloc de notas. No sucedió nada especial, nada que pueda contar. Sin embargo,
a eso de las dos de la madrugada, cuando la niebla comenzaba a espesarse sobre
las viejas tumbas, comenzó a invadirme la sensación de que no estaba solo y el
desasosiego fue en aumento. En eso, se abrió un claro de luna que iluminó una
tumba a unos veinte metros. Caminé hacia ella sintiendo que la niebla me
envolvía. Lo que vi me dejó sin aliento. Sería una casualidad, puro azar, pero
aquel haz de luna iluminaba la lápida de Moira de Meczir, aquella princesa de
Valaquia con fama de vampiro con la que se había casado el antepasado del conde
Errol. Como se puede imaginar, no esperé a verificar si estaba a punto de
abrirse.
Me ha llamado la atención entre las leyendas de Escocia la que hace
referencia a una real, la del canibalismo rural.
Nada del otro mundo. Era una
práctica habitual en Europa hasta el
siglo XVII. La historia que evoco en mi novela, la del clan de Sawney Bean, fue
una de las más terroríficas que se recuerdan, no por el hecho en sí –se
conocían otras semejantes–, sino por la magnitud de la carnicería que
implementaron aquellos caníbales de la Milla Oscura. En su guarida las piernas,
los brazos, las vísceras y los corazones de sus víctimas, hombres, mujeres y
niños colgaban en ristras, puestos a secar, como carne en conserva. Al lado de
estos caníbales de las Highlands, los vampiros victorianos casi parecen
damiselas de una opereta kitsch.
Pero, hablando en serio, unos y otros remiten al mismo imaginario: carne y
sangre, inmolación y devoración. Todavía hoy empleamos expresiones bastante
inquietantes, aunque lo hagamos de una manera frívola: “Está para comérsela o
para comérselo”, “Te comería a besos”, etc. El caníbal que fuimos, allá en los
tiempos de Atapuerca, permanece agazapado en nuestro inconsciente. Y no tiene
nada de extraordinario: fuimos caníbales impunes al menos durante 30.000 años.
Los 2.000 años que siguen hasta la actualidad, apenas suponen un parpadeo.
‘Se puede creer y no creer en una misma cosa al mismo tiempo’, reflexionaba
Connolly, ¿qué opina usted al hilo del fondo esta novela?
Buena pregunta, porque es
precisamente esa la sensación que pretendo dejar en el lector. Aunque nos
neguemos a admitirlo, más aún en este tiempo racionalista y cientifista, todos
seguimos pensando que hay una parte oscura de la realidad que conecta con lo
más profundo de nosotros mismos. Intuimos que la esencia de la vida es el
misterio, tal vez porque sabemos que todo lo que nos importa, lo que más nos
condiciona, no se puede ver. ¿Cómo se explica el misterio del amor, o el del
terror? ¿Por qué nos sentimos atraídos hacia unas personas y decimos que otras
nos vampirizan? O, en definitiva, ¿por qué seguimos leyendo relatos que no nos
dejan dormir, aunque sepamos que se trata de meras ficciones? Lo sobrenatural
es la parte oculta de lo evidente, y lo evidente no es más que la punta del
iceberg. Lo esencial de nosotros mismos, nueve partes sobre diez, permanece
sumergido en nuestro inconsciente. Por eso necesitamos soñar tanto como
respirar. En ese tiempo en que permanecemos fuera de la realidad tangible
entramos en otra dimensión donde, tal vez, somos realmente nosotros mismos
Hablemos del amor, ya ‘sugerido’ en el título, y me detengo en la
frase: ‘El amor es un tirano exigente. Siempre quiere más’. ¿Opina igual que el
protagonista?
“Quien lo probó, lo sabe”, dijo el
poeta. Pero no es necesario rastrear la historia de la literatura para
experimentarlo en carne propia. Sin duda, el éxito que recaban hoy las
historias de vampiros, su renacimiento a través de sagas como Crepúsculo o True
Blood, remite a una pulsión que afecta cardinalmente a la sentimentalidad
contemporánea. En estos tiempos donde impera lo política, social y
convivencialmente correcto, se diría que tenemos hambre y sed de vivir romances
límite. El corolario más prosaico, pero no menos vampírico, coincide con esa
epidemia de violencia de género que se cobra una media de cincuenta vidas al
año en España. “La maté porque era mía”, dice el vampiro canónico, igual que
los matasietes del honor calderoniano. Personalmente, no hay nada que abomine
más. Por mucho que nos seduzcan las historias de vampiros, el amor de verdad es
otra cosa. Para mí el más intenso es aquel que aspira, no a la posesión, sino
más bien a la plenitud propia en consonancia con la del ser amado. Siempre
preferiré los amores a la luz del sol que los que se escriben entre tinieblas.
Ya sé que difícilmente podrán escribirse en una historia que atrape, pero son
los únicos que nos redimen de nuestra parte oscura. Los únicos por los que
merece la pena vivir.
«El miedo –muy presente en la novela–, es una forma de poder, y de las
más eficaces», creo que citó a McDuff parafraseando a Maquiavelo.
Basta hojear cualquier periódico
del día. La actualidad se ha convertido en tal crónica de espantos, en su
mayoría de naturaleza vampírica, que a veces tengo la sensación de que las
verdaderas “Crónicas vampíricas” no son las de Anne Rice, sino las que vemos
todos los días en el Telediario. Todo
son casos de chupasangres que pisan moqueta, me da igual que sea la de Bárcenas
que la de Obama con sus pinchazos telefónicos. Entre unos y otros –léase “El
Informe Lugano”–, han conseguido inocularnos el virus del miedo a todas las
escalas: miedo a perder nuestro puesto de trabajo, miedo a un ataque
terrorista, miedo a la crisis, a la recesión, a la pérdida del estado del
Bienestar. Cuando se vive bajo el miedo olvidamos nuestros derechos y nos
conformamos con poco más que seguir viviendo, en las condiciones que sean. Eso
lo saben muy bien los amos del mundo, el grupo Bilderberg o la NSA. Después del atentado contra las
Torres Gemelas entramos en la Era del Miedo a todas las escalas. La crisis
económica que comenzó en 2007 no es más que un epifenómeno derivado de lo que
se inició entonces. No sabemos lo que vendrá después, pero sabemos
perfectamente que los días de vino y rosas han pasado a la historia.
La trilogía de E.L. James en un fugaz ‘cameo’ no sale muy bien parada,
aparece ‘merecidamente masacrada’ en medio de un camino.
Es lo que tiene el oficio de
escribir, te permite implementar una cierta justicia poética. Siendo un bodrio infumable, lo que más me maravilla de
la trilogía de E.L. James coincide con
su poder de seducción entre millones de mujeres de todo el mundo. Sucede como
con el mito del vampiro pero a escala cutrelux. Nos pasamos el día defendiendo
la dignidad de la mujer, execrando su manipulación como objeto sexual,
abominando el maltrato, y resulta que sus sueños más ocultos –y no menos húmedos–, pasan por tramas de dominación,
vejación y bondage, a manos de un
chulopiscinas de telenovela. No puedo entrar en la mente de la mujer
contemporánea, pero por lo que dicen de ellas sus lecturas y sus autoras
preferidas, temo que están involucionando hacia los tiempos de Amarrosa. Y lo
peor es que muchas lo hacen alegando pretensiones intelectuales. Es como para
echarse a temblar. Por favor, mis queridas amigas, vuelvan a leer, Madame
Bovary, Anna Karenina o Cumbres Borrascosas. MI novela también se inspira en
esos referentes. Apuesto por un romanticismo real, por lo que tiene el
romanticismo de convulso y trastornador. Porque vampirismo y romanticismo son
sinónimos.
¿Qué tienen las leyendas en general y las de vampiros en particular que
nos fascinan tanto?
Más allá del horror el vampiro
encarna una alegoría de la soledad que habita en todos nosotros, de todo lo
marginado e inaceptable, de nuestros miedos y esperanzas, de nuestro dolor y
nuestra tristeza, incluso de la búsqueda de significados. Ellos parecen
humanos, sueñan como humanos, pero no lo son. Son extranjeros de ninguna parte,
extraños a la vida, encadenados a una muerte que no tiene fin. Se trata de
figuras trágicas, pues están condenadas a la inmortalidad. A una inmortalidad
que solo pueden mantener al precio de vampirizar a quienes más aman. Viven
eternamente, pero están separados de la vida. Aman con dolor, con una
insoportable sensación de culpabilidad, con verdadera desesperación y sin
ningún consuelo. El terror que inspiran supone el anverso de la fascinación que
nos provocan. Todos tenemos algo de eso. Todos en este tiempo compartimos la
maldición del vampiro: nos miramos en miles de espejos con forma de pantallas,
y podemos verlo todo salvo nuestro propio reflejo.
«A veces hay que creer en lo imposible. Y hasta en lo imaginario»,
comenta el cura de Gairloch, y se me antoja que es un buen lema para superarse
y automotivarse.
Todos lo hacemos, en todo momento y
sobremanera en lo esencial. Si no creyéramos en lo imposible no nos
levantaríamos de la cama, no seríamos capaces de creer en lo mejor de nosotros
mismos y en lo de los demás, no nos atreveríamos a ponernos en camino hacia
nuestros sueños, no lucharíamos contra viento y marea para cumplirlos. Cuando
nos fijamos un ideal, por imposible que parezca, estamos midiéndonos a nosotros
mismos. Sí, claro que sí, ahí fuera y a plena luz, nos espera un mundo de
vampiros encorbatados, muertos vivientes y amenazas sin cuento. Pero solo está
en nosotros, en cada uno de nosotros, la facultad de vencerlos y seguir
adelante, no para cumplir ningún sueño de infancia, sino para estar a la altura
de nosotros mismos.
Muchas gracias Álvaro, le deseo mucha suerte, gracias también por esta novela.
Por Ginés J. Vera.