
El malvado en cuestión es el alguacil, un representante de
la ley corrupto que marca las bases del territorio sin ley en el que se va a
desarrollar la novela. Los bandidos campan a sus anchas, aprovechándose de los
indefensos para hacer su propia vida más fácil. Por otro lado, los buenos de la
historia son buenos a más no poder, sin ambages. Como los granjeros del viejo
oeste, viajan esperanzados con la utopía de vivir en paz y libertad.
Yo no sé si el escenario es el desierto de Almería, puesto
que no lo dice, pero se trata de un llano igual de inhóspito que representa el
infierno físico y abstracto que vive el niño protagonista de Intemperie:
“Sintió la inmutabilidad de lo que le rodeaba, la misma calidad inerte en todo
cuanto podía tocar o ver y, por primera vez desde que inició su huida, tuvo
miedo de morir”. Lo que le rodea es inmutable, es la muerte.
Un sabio anciano de pocas palabras le enseñará a defenderse
por sí solo. Y sobre todo a defender los principios inquebrantables de una
moral cristiana muy diferente a la que había conocido el niño hasta entonces.
Además, lo hace de la mejor manera posible, con el ejemplo, sin palabrería
barata. En antítesis a la violencia con la que había crecido, nuestro
protagonista descubre el amor, en el amplio sentido de la palabra: “Era la
primera vez que se encontraba tan cerca de alguien sin estar peleando”.
En cuanto a su familia, vivía al final de una estación de
ferrocarril abandonada, en la casa del guardagujas, como la llamaban todos.
Quién sabe si inspirada en la destartalada estación donde tres matones esperan
a Charles Bronson, alias armónica, en el arranque de Once Upon a Time in the
West, esta sí, imprescindible.
Por Ricardo Guadalupe
me encanta como escribes
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