Sin entrar en opiniones personales, de la lectura de El jardín de los frailes puede extraerse una conclusión, varias en realidad... La de que en esta obra Azaña retrata y critica la educación en los colegios religiosos por su imborrable experiencia en el de El Escorial. Imagino que habría que tener en cuenta la época y las circunstancias personales en aquellos años de juventud y adolescencia del autor.
Me traiciono a mí mismo y leo que quedó huérfano de madre a los nueve años y de padre a los diez, quedando al cuidado de su abuela paterna antes de ingresar en el colegio de los agustinos. Con todo, leer El jardín de los frailes es viajar a la España alborada del s. XX.
Azaña fue un alumno brillante, nos comenta en estas páginas. Nos habla de los profesores que le marcaron, como el padre Blanco, de algunas anécdotas del colegio anterior, de reflexiones como: “...la inteligencia sirve no para encontrar la verdad, sino para conducirse en la vida, y a mí me habían puesto desde jovencillo en el carril de los triunfos.” También descubrimos una de las cualidades por las que destacó, su oratoria, reflejada en estas páginas en forma de prosa inteligente y minuciosa, con un agudo sentido del humor, sin duda: “Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado”.
Y quienes dimos filosofía en el instituto podremos esbozar una nueva sonrisa al evocar algunas lecturas escolares con espíritu crítico; por ejemplo cuando apela a que aprendieron “a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más. (…) A Hegel le reducíamos sañudamente a polvo.”
Con Azaña puedo tener en común aquello de que “amaba a mis libros y el aposento en que leía, y su luz, y su olor.” Acercarse a El jardín de los frailes es una experiencia sensorial con la palabra al leer por ejemplo: “El poniente repinta el carmín de los visos; los cerros se hacen ascua. Veladuras de rosa ennoblecen la compostura vil de los barrancos”.
Y no me dejo en el tintero al ingenioso hidalgo manchego, tampoco Azaña, sabedor este de que ambos habían compartido villa de nacimiento. El autor de El jardín de los frailes llega afirmar aquí, un poco en chanza, que “El buen alcalaíno créese no menos que copartícipe en el Quijote e incluso enredador alícuota de la persona de Cervantes”.
No sabía que también era escritor! Pero no me tienta en esta ocasión.
ResponderEliminarBesotes!!!
Hola! Pues ni idea, la verdad... No conocía el libro. A ver, no voy a ir corriendo por él, pero no pinta mal. Gracias por la reseña. Besos
ResponderEliminar