Su protagonista era un detective privado con sombrero tipo fedora que cuando se cruzaba con alguna fémina de buen ver lanzaba aquello de “tomaré nota”. Una muletilla socarrona que yo esperaba con gran expectación en cada capítulo. Me hacía gracia, mucha gracia. A veces los tíos somos así de simples. De hecho somos así bastante a menudo. Y en la edad del pavo lo somos la mayoría del tiempo. Es por entonces cuando más me divertían las historias de detectives, en series, libros, películas,… ¿Qué chaval no ha jugado a ser detective? Pero no cualquier detective, queríamos ser ese detective solitario, burlón, fuera de la ley, normalmente con problemas con la justicia y al que habían echado del cuerpo de policía. Alguien sin suerte, es cierto, pero con principios inquebrantables, por lo menos hasta que los quebrantaba. Un tipo duro capaz de enfrentarse a cualquier matón, por grande que fuera, y de salvar el pellejo en las situaciones más comprometidas, por muy cerca que silbaran las balas. Al final siempre se complicaba la cosa y había que plantar cara a algún pez gordo y salir del paso de algún que otro lío de faldas. Las mujeres de curvas explosivas es uno de los leitmotivs de las historias de detectives, como lo es la petaca de bourbon a la que el protagonista se abandona mientras da rienda suelta a sus reflexiones sobre lo humano y lo divino. Porque eso sí, bajo esa apariencia ruda hay un tío sensible, desaliñado y con un concepto de la limpieza digamos que propio, pero con sentimientos. Y listo, sobre todo a la hora de hacernos reír. ¿Qué por qué cuento todo esto? Porque todo eso es Sangre a borbotones, de Rafael Reig.
Carlos Clot, el detective privado de Sangre a borbotones, no es Mike Hammer, no vive en Nueva York, sino en Madrid. Tampoco dice “tomaré nota”, sino “no digo más”. Y en vez de llevar una botella de Jack Daniels en una bolsa de papel, guarda su Loch Lomond en un archivador, en la I de «imprescindible, inevitable, inabarcable, inconsolable e irrevocable».
Otra diferencia, y ésta definitivamente singular, es que Sangre a borbotones está ambientada en un futuro no muy lejano en el cual se ha acabado el petróleo, el inglés es obligatorio, las alteraciones genéticas son práctica común y han inundado Madrid para convertirla en una ciudad navegable, con el Canal Castellana como principal vía de comunicación fluvial entre el centro y el resto de la península.
Y ahí no queda eso, porque animado por el marco de la ciencia ficción, el autor entra directamente en el terreno de lo fantástico, con propuestas a cuál más delirante, e hilarante, como que los personajes de una novela de vaqueros adquieran vida propia, ellos y sus caballos. No digo más, como añadiría Carlos Clot.
Lástima que con tanto disparate se pase más de una vez de la raya. Además, la novela llega un momento que va perdiendo fuelle. Nuestro antihéroe, Carlos Clot, no puede presumir de buen fondo físico, y la novela tampoco. A sus páginas les entra el flato, se les hace larga la distancia y buscan desesperadamente el final.
Con todo y con eso, se merecen ser recibidas con el envolvente saxo del tema Harlem nocturne, con el que Mike Hammer se despedía hasta el próximo capítulo. Justo antes, Hammer solía hacer un gesto que me voy a permitir imitar ahora. Voy a encenderme un cigarrillo, subir las solapas de mi gabardina, y concluir diciendo: Buen trabajo, Reig, chico, has tenido un par de ideas felices y me has hecho reír a borbotones. Tomaré nota.
Carlos Clot, el detective privado de Sangre a borbotones, no es Mike Hammer, no vive en Nueva York, sino en Madrid. Tampoco dice “tomaré nota”, sino “no digo más”. Y en vez de llevar una botella de Jack Daniels en una bolsa de papel, guarda su Loch Lomond en un archivador, en la I de «imprescindible, inevitable, inabarcable, inconsolable e irrevocable».
Otra diferencia, y ésta definitivamente singular, es que Sangre a borbotones está ambientada en un futuro no muy lejano en el cual se ha acabado el petróleo, el inglés es obligatorio, las alteraciones genéticas son práctica común y han inundado Madrid para convertirla en una ciudad navegable, con el Canal Castellana como principal vía de comunicación fluvial entre el centro y el resto de la península.
Y ahí no queda eso, porque animado por el marco de la ciencia ficción, el autor entra directamente en el terreno de lo fantástico, con propuestas a cuál más delirante, e hilarante, como que los personajes de una novela de vaqueros adquieran vida propia, ellos y sus caballos. No digo más, como añadiría Carlos Clot.
Lástima que con tanto disparate se pase más de una vez de la raya. Además, la novela llega un momento que va perdiendo fuelle. Nuestro antihéroe, Carlos Clot, no puede presumir de buen fondo físico, y la novela tampoco. A sus páginas les entra el flato, se les hace larga la distancia y buscan desesperadamente el final.
Con todo y con eso, se merecen ser recibidas con el envolvente saxo del tema Harlem nocturne, con el que Mike Hammer se despedía hasta el próximo capítulo. Justo antes, Hammer solía hacer un gesto que me voy a permitir imitar ahora. Voy a encenderme un cigarrillo, subir las solapas de mi gabardina, y concluir diciendo: Buen trabajo, Reig, chico, has tenido un par de ideas felices y me has hecho reír a borbotones. Tomaré nota.
Por Ricardo Guadalupe.
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