¿Recordáis ese cuadro, icono del Romanticismo, de un hombre de espaldas en lo alto de una montaña? Se llama “El viajero contemplando un mar de nubes”. Y bien podría haber sido la portada del libro del que os quiero hablar: El viajero del siglo.
Se trata de una novela romántica. Pero no exclusivamente en el sentido amoroso del término, sino en toda su amplitud. La historia que nos cuenta rinde homenaje y reivindica todos los principios y valores del movimiento cultural y político que significó el Romanticismo: Ruptura de moldes, búsqueda de la libertad, exaltación de la naturaleza, protagonismo del yo, independencia, liberalismo político, atención a los desfavorecidos, arte instintivo, primacía de la obra abierta e inacabada frente a la concluida y cerrada, revolución de los sentimientos, amor libre,…
Y para ello la narración se sitúa en Alemania, cuna del Romanticismo, en pleno auge del movimiento, que se desarrolló durante la primera mitad del siglo XIX. Así que, por ese lado, podría considerarse una especie de novela histórica. En cambio, por otro lado, la novela coquetea con la fantasía, se hace rodear por un halo de cuento de hadas.
Y no es que aparezcan animales que hablan o brujas pronunciando conjuros, pero sí varios elementos que remiten a la morfología de dicho género. Por ejemplo, y para empezar a enumerarlos, la historia transcurre en un lugar que no existe, Wandernburgo, que además es una ciudad que se desplaza y de la que nadie se va. Los personajes son paradigmáticos, universalmente reconocibles: el rico, el pobre, “la princesa”, el pretendiente foráneo, el amigo,… El famoso “Érase una vez” sería aplicable, puesto que no se definen las fechas concretas de la acción. Y el marco espacio-temporal en el que se mueven los personajes es prácticamente inmune a lo que pudiera ocurrir fuera de él, no hay una influencia directa del exterior, ni siquiera del pasado del personaje principal. Es un relato endogámico.
Particularmente curioso es el último de los elementos mencionados; que el protagonista sea un hombre sin pasado, al menos para el lector, le es muy útil al autor para empezar de cero el relato, aunque ello le vaya a costar que el inicio sea lento. Además, esa falta de pasado del protagonista la va a suplir con otro pasado, el de todos nosotros, el de los cambios que vive Europa a raíz sobre todo de la revolución francesa.
Pero esta mirada atrás y revisión del pasado no impide a la novela transmitir a la vez un espíritu joven e incluso optimista. El tono del libro está dotado de una vitalidad que es de agradecer dado el panorama literario, mayoritariamente agorero. Por otra parte, el pasado siempre aporta la solidez de lo ya ocurrido, y si lo ya ocurrido es el Romanticismo, la referida solidez va a venir acompañada de la distinción y estética de aquella época. Otra ventaja es que un culto traductor como es Hans, el personaje principal, va a destacar antes en aquel entonces que en nuestros tiempos, en los que afortunadamente la cultura está democratizada, algo que, por cierto, hay quienes intentan ahora que no sea así.
Decía que Hans es traductor, como lo es Andrés Neuman, quien justamente el mismo año que comenzó a escribir El viajero del siglo publicó la traducción de un poemario titulado “Viaje de invierno”, obra de un poeta romántico alemán. Blanco y en botella, ¿no? Parece claro que la traducción participó en la gestación de la novela.
Y puede que por ese motivo viera adecuado corresponder y servirse de Hans para celebrar el oficio de traductor. De veras que es contagioso el entusiasmo que vuelca el protagonista en su trabajo. Ni que decir tiene que todas las traducciones que van apareciendo a lo largo de la novela son del propio Neuman. Y con la excusa de las traducciones, de paso el autor nos está brindando la lectura de una selección de poetas europeos, del Romanticismo y anteriores.
Y si para ofrecernos la selección poética se vale de las traducciones, para ofrecernos sus reflexiones se vale principalmente de un fenómeno que caracterizaba los encuentros de los intelectuales románticos: la tertulia. Hans es un contertulio extraordinario. En realidad casi todo lo que hace se le da igual de bien. Ese sería precisamente su único defecto.
Entre las cosas que se le dan bien no podía faltar el amor, porque no olvidemos que estamos ante una novela romántica, y no hay novela romántica que se precie como tal que no contenga una gran historia de amor. El nombre de su amada es Sophie, ella sería la princesa de los cuentos de hadas. Hans su pretendiente, armado no con espada y lanza sino con algo más poderoso: la palabra. Y lo que en nada va a tener que ver con el casto beso de los cuentos de hadas será su unión sexual, una relación muy real, de carne y hueso y mucho placer. Y de indudable valor literario.
El conflicto más importante vendrá dado por la propia idiosincrasia de Hans, que, como buen romántico, es puro viento. Él mismo lo explica muy bien con la siguiente frase: «Cuando estoy mucho tiempo en un mismo lugar noto que veo peor, como si empezara a quedarme ciego». Por favor, volved a leerla, tiene sabiduría la frase.
El viajero del siglo fue Premio Alfaguara de novela 2009. Y su mayor premio está en sí mismo. Este libro es un cofre.
Por Ricardo Guadalupe.
Leí esta novela en 2009 y me encantó, aunque no la encontré perfecta. De hecho, escribí una reseña en mi blog Crónica de lecturas. Te dejo el enlace por si te apetece leerla http://cronicadelecturas.blogspot.com.es/2009/12/club-de-lectura-enero-2010.html
ResponderEliminarTenemos puntos de coincidencia.
María
Agradezco tu visita María y tu sinceridad, los lectores que se pasen por tu blog y lean también tu reseña, por supuesto. Gracias y un saludo.
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