“La risa de mi hijo. He perdido la risa de mi hijo", así comienza uno de los fragmentos más terribles y bellos de la literatura española, contenido en el libro Mortal y rosa, de Francisco Umbral.
Mi primer contacto con este libro fue en el 2008. Umbral había fallecido unos meses atrás y se le hacía un acto de homenaje en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, muy cerca de donde yo trabajaba entonces. Lo organizaba el diario El Mundo, donde fue columnista, con Pedro J. Ramírez a la cabeza. Seguramente eso motivó la presencia de los más altos representantes políticos, sobre todo de la derecha, para cuidar las relaciones con tan influyente periódico.
Las intervenciones se iban sucediendo, hasta que llegó el turno de los artistas. Entonces subió al escenario el actor Juan Diego. “La risa de mi hijo. He perdido la risa de mi hijo", empezó a recitar. El auditorio enmudeció. Parecía no existir ni pasado ni futuro, ni otra cosa que no fuera escuchar y seguir la cadencia de aquellas palabras. Al acabar, una ovación larga y cerrada trató de dar salida a tanta emoción contenida. En mi caso, no fue suficiente, un puño se había hecho sitio en mi pecho. Tenía que leer aquel libro, descifrarlo, digerirlo, abrir la mano que me apretaba.
Los referentes que tenía de Mortal y rosa infundían respeto. “El mejor libro de prosa poética jamás escrito en español”, me dijo un profesor. “Un diario escrito durante la enfermedad que acabó con la vida de su hijo siendo aún un niño”, decía una reseña de la obra. Tanta intensidad me debió echar para atrás, porque leí la primera página del libro pero no seguí con la segunda. Sí me dio tiempo a percibir su lenguaje elevado, erudito, así como su enfoque filosófico, existencialista. Un tazón de café solo y concentrado. Preferí dejarlo para más adelante, la agitación que vivía esos años no me iba a permitir leerlo como se merecía. Me conformé con memorizar el fragmento recitado por Juan Diego, para narrarlo yo como persona-libro. Lo hice en el Ateneo de Málaga, que Juan Diego y Umbral me perdonen.
Hace cosa de dos años finalmente lo leí. Quizá con unas expectativas erróneas, puesto que pensaba que la narración se centraría en la pérdida del hijo, lo cual no es así. Ahora lo he vuelto a leer, partiendo de la realidad de aquella primera lectura, y lo he disfrutado bastante más. Es un libro único. Aunque disfrutar, el verbo que he utilizado, no es el adecuado. Este libro es un puñetazo en la boca del estómago.
Asomémonos de una vez a sus páginas. Pero empecemos por la luz, antes de hundirnos en la oscuridad. Vayamos primero al amor por el niño, por el hijo, “inverosímil como una manzana en el mar”. Umbral lo encumbra a lo más sagrado. Puro elogio, pura adoración. Lo sublima con todos los recursos estilísticos de los que es capaz. A la manera en que él ve la figura del niño, desbordante, iluminada. Canta al niño como sólo puede hacer un gran poeta. Cuánta belleza.
Y cuánto dolor y sufrimiento ante la llegada de la muerte. Perder un hijo posiblemente sea la peor de las experiencias para un ser humano. Y Mortal y rosa uno de los libros que mejor y más duramente lo haya expresado. “Los días se desprenden de mi cuerpo como la carne de los leprosos”. El padre del hijo enfermo enferma también, de pena e impotencia. Y muere de algún modo con la muerte del hijo: “Sólo está vivo de mí lo que está vivo de ti: el recuerdo”. Umbral parece certificar su defunción con la lapidaria frase: “Soy el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos”.
La desesperanza y el hastío acompañarán asimismo al resto de los temas. Porque, como decía, el autor no sólo nos habla de la pérdida del hijo, sus reflexiones van a ir desde la desilusión del tiempo vivido hasta la falta absoluta de fe en el futuro o el más allá. Los párrafos apedrean la existencia para dejarla en nada, en un sinsentido. El tono descreído del discurso se refiere al paso de los años con el mayor de los desprecios, la indiferencia. Así las cosas, a un lector algo perverso no sería de extrañar que se le pasara por la cabeza pensar que lo que le ocurría al cuarentón de Umbral tenía más que ver con lo humano que con lo divino. Popularmente se conoce como la crisis de los 40.
El libro arranca defendiendo lo básico, lo concreto, frente a lo ideal y lo abstracto. Lo primitivo, la raíz animal del hombre, es ensalzado en detrimento de la razón y el saber. Para ello se apoya en el cuerpo humano, que describe minuciosamente, recreándose en los sentidos y el instinto de la carne, definiendo con voz propia la materia de la que estamos hechos, el “mortal y rosa” de la cita de Salinas que abre el texto y le da título.
Los hilvanes con los que salta de una parte a otra de su cuerpo alcanzan, a través del deseo, al de la mujer. “Esfericidades” a las que sigue por la calle, según relata en el pasaje más simpático de la novela.
He dicho novela cuando en realidad no lo es. Tampoco un diario al estilo clásico. Yo lo asociaría más al género del ensayo. El autor alude a su obra con la expresión “Un faenar con el presente, hasta agotarlo”. También emplea el término “diálogo interior”, muy acertadamente. El calificativo de “prosa poética” ya lo habíamos mencionado. Incluso podría considerarse por momentos “poesía en prosa”. Literatura, en cualquier caso, y excepcionalmente escrita.
Por esto último es de agradecer, para los que nos gusta emborronar papeles, que trate además el tema del oficio de escritor. Va dejando aquí y allá perlas e inestimables consejos. “Ten paciencia, pero no dejes de impacientarte todos los días”, recomienda. Aunque, al mismo tiempo, nos está diciendo que siente la frustración de haberse realizado, la ausencia de sueños profesionales por cumplir. Sin embargo, le veo a él cuando habla de quien hay detrás de un libro: “Hay un hombre que ha querido hacerse su verdad y comunicárnosla. Hay un hombre que necesita afirmarse modificando el mundo, que necesita explicarse el mundo para explicarse a sí mismo”.
Y definitivamente, veo a Mortal y rosa y a Francisco Umbral cuando leo: “Una obra en marcha, sí, articula un destino, pone argumento a los días, eje a las horas. Estructura una conciencia, ayuda a vivir”.
Por Ricardo Guadalupe.
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