Pruden se sintió indispuesta. Pensó si serían las setas que había probado en la asociación de vecinos la noche anterior. Su hija Ruth la acompañó al hospital. Se quedaría allí al menos veinticuatro horas en observación, les dijeron. Pruden refunfuñó alegando que tenía cosas que hacer. «Cosas, cosas, no sé qué cosas tienes que hacer si vives sola y ensucias menos que yo», le reprendió con suavidad Ruth.
Según el parte médico, se trataba de una simple infección de orina, nada de qué preocuparse. Ruth vio asentir a su madre, pero en cuanto se fue el médico la descubrió llorando bajito. «¿Qué será de ti cuando yo me vaya, hija? –Se tomó una pausa antes de verbalizar algo que ya le había contado a aquella más de una vez–. Si al menos te hubieras casado, pero a los jóvenes os ha dado ahora por vivir solos.» Ruth no dijo nada, se mordió la lengua fingiendo que acomodaba la cama. «Te dejo sola unos minutos y ahora vuelvo, mamá.» Pruden asintió. Ruth necesitaba tomar aire así que salió del edificio a pesar del frió de enero. Dio unas vueltas antes de entrar y preparar el sofá para pasar la noche junto a su madre.
A la mañana siguiente se presentó el médico con buenas y malas noticias. Tendría que quedarse otro día más de lo previsto, pero así aprovechaban para hacerle un chequeo completo. Lo dijo mirando a Ruth que salió tras él sin que este tuviera que hacerle una señal.
–¿Pasa algo, doctor?
–Aún es pronto para confirmar nada, pero hemos encontrado unos valores anormales. La llevaremos a rayos y veremos.
–Por favor, sea sincero. Prefiero saberlo con tiempo, sea lo que sea.
Tras una pausa, el médico lanzó como sospecha sin confirmar la palabra tumor. Le dio otro nombre, más largo y científico, pero era un tumor. Ruth lo supo. Le dio las gracias y regresó junto a su madre.
–¿Todo bien, cielo?
–Sí, mamá. ¿Te importa si bajo un momento a tomarme un café con leche?
En realidad Ruth necesitaba desasirse del animal que la estaba pellizcando desde las palabras del médico. Volvió a llorar en el jardín contiguo al hospital. Tras el café, llamó a Eric por teléfono. No le quiso adelantar nada a su hermano, tampoco hizo falta. Este le aseguró que si era necesario se tomaría unos días en el trabajo.
Ruth se detuvo en el kiosco de prensa. Ojeó algunos libros. Tomó uno. En la portada aparecía un cantante que a su madre le gustaba especialmente. «El gusto es mío», leyó.
–Toma mamá, para que te entretengas estos días.
–No sabía que Victor Manuel había escrito un libro. Gracias, hija.
Ruth se ausentó varias veces. Quería hablar con Eric antes de que saludase a su madre. También preguntarle al doctor por los resultados y los tratamientos si se confirmaba lo peor.
Su hermano llegó cuando Pruden estaba en radiología. Eric no necesitó una larga explicación, tampoco Ruth sabía sino cuanto los médicos le habían dicho.
–¿Cómo te encuentras, mamá?
–Cansada, hijo. ¿Tú que tal? Cada día más flaco, seguro que no comes como debes.
–Siempre me ves flaco, mamá. –Eric tragó saliva, encontró a su madre más débil, más avejentada; sintió la necesidad de un cigarrillo a pesar del propósito de año nuevo de dejar de fumar.
–Mira lo que me ha regalado tu hermana –le mostró la foto de la portada. «El gusto es mío», leyó él–. ¿Te acuerdas cuando os cantaba de pequeños “Solo pienso en ti”? O esa otra, ¿cómo era?
–El abuelo Victor –repuso Ruth.
Los dos hermanos salieron del edificio dejándola descansar. Eric abrazó a Ruth mientras esta lloraba y él se hacía el fuerte. Cuando regresaron, el médico les estaba esperando. Habló primero con Pruden, luego con ellos a solas.
Pruden le fue contando a Ruth cosas que leía en el libro, le estaba gustando mucho. La infancia del cantante había sido un poco como la suya. Aquellas coplas de Concha Piquer por la radio. También que aquel había venido a Valencia en 1965 viendo actuar por primera vez a El Titi. O que tuvo un Dyane 6, «como el primer coche que compró tu padre...» Ahí hubo una pausa, un silencio largo. Pruden siguió leyendo El gusto es mío de Victor Manuel los días que estuvo en el hospital. Les contó, por ejemplo, que como Victor Manuel, su primer libro de cocina había sido “1080 Recetas de cocina”, de Simone Ortega. O que a Ana Belén no le gustaban nada las lentejas al principio, pero luego sí, como a Ruth. Esta sonrió. Prefería ver a su madre así, entretenida y animosa. Pruden consiguió sacar una sonrisa a Eric cuando le contó una anécdota de Victor Manuel. En realidad, de Paco Rabal, al confundirle unos valencianos con Fernando Rey en Venecia.
Se emocionaron los tres cuando Pruden leyó sorprendida que el aniversario de bodas del cantante y Ana Belén también era el 13 de junio... Aunque hiciera años que el padre de Ruth y Eric ya no estaba. Además, Pruden solía anotar recetas en un cuadernito como Victor Manuel. Algunas propias, otras por no encontrarlas en ningún sitio. Al final de El gusto es mío había recetas. «Un día os tengo que hacer alguna –les dijo–. A tu padre le hubiera gustado la del arroz con tordos o la de la fabada».
Ruth le quitó el libro de entre las manos cuando se quedó dormida. Antes le había propuesto cocinar un día para ella y su hermano. La receta que quisiera. No se decidía entre la de merluza a la sidra o la de verdinas con callos de bacalao. «La que tú quieras mamá –le dijo tratando de aguantar la emoción–. Puedo llamar a una amiga para que venga a comer con nosotros. Quiero presentártela. Hace tiempo que compartimos piso.» Pruden le preguntó sobre esa amiga, Ruth se emocionó sobre todo cuando su madre le dijo que sí, que viniera. Si ella era feliz así, nada podía tenerla más contenta. «Qué va a querer una madre sino que sus hijos sean felices.» Hasta el fuerte de Eric soltó una lágrima abrazándolas.
La comida familiar fue una fideuá, receta de Mercedes Milá, sacada de El gusto es mío. Así se lo pidió Ruth a Alicia. Pruden, sentada en el extremo de la mesa, no le quitó ojo. «Está muy buena», le había dicho. No comió mucho porque aún se sentía floja por tantos medicamentos. Sonrió al descubrir a Ruth besando a Alicia en la mejilla cuando creían que nadie las miraba.
–A tu padre no le hubiera gustado –dijo Pruden a Eric de vuelta a la mesa.
-–¿La fideuá o… –Hizo una pausa–. Alicia?
Ambos sonrieron por lo bajo sin saber bien qué contestar a Ruth cuando esta les preguntó.
Cuánta emoción hay en estas palabras... Ese libro le puede gustar mucho a mi madre. Y me has recordado mi infancia, cuando en mi casa sonaba la radio con Víctor Manuel de fondo. Solo pienso en ti me la sabía enterita.
ResponderEliminarBesotes!!!
Tengo varias canciones de Victor Manuel en mi memoria, en mis recuerdos asociados a momentos especiales. Si se anima tu madre a leerlo sería genial. Pídele que te haga alguna receta de paso. Un saludo agradecido.
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